Septiembre 1998 Conjuntamente con la Dra. Susana Elena Vega. Publicación de la Cámara Argentina de la Construcción Edición Especial 46º Convención Anual – Página. 269. |
I.- La «emergencia»: un capítulo concluido El llamado «Estado de emergencia» quedó definitivamente atrás. La crisis económico financiera que atravesó la Administración Pública (y sobrellevaron los contratistas del Estado desde inicios de 1989), con los efectos provocados principalmente por las leyes 23.696 y 23.697 y normas complementarias, constituye hoy un sólo un capítulo referencial, punto de partida para abordar los posteriores y actuales problemas que pesan sobre todos aquellos que han celebrado o celebrarán contratos con el sector público nacional. Así, el «fin» de la emergencia debe constituir necesariamente el «principio» de una nueva etapa, la etapa de un Estado de Derecho pleno, de un Estado construido en un marco de estabilidad jurídica, política y social, donde las normas de derecho en su carácter de generales y obligatorias, resulten exigibles y aplicables tanto para los administrados como también para la Administración, que ya no puede escudarse más en la situación de emergencia para modificar situaciones jurídicas existentes o para justificar actuaciones que lleven a cambiar la letra de la ley o el espíritu de los principios rectores de nuestro ordenamiento. Habiendo culminado la situación de emergencia por encontrarse ésta ya superada, nada autoriza ahora a desconocer o a extinguir anticipadamente los compromisos oportunamente asumidos: se trata simplemente ahora de cumplir con lo pactado y conforme lo pactado. Sin embargo, este postulado que es de esencia básica y elemental en el mundo del Derecho, se ha transformado en nuestro país en una suerte de quimera, ante el desconcierto normativo cambiante, donde el perjudicado último es el Estado mismo, quien en definitiva se quiebra y desprestigia ante los ojos propios y ajenos, por la desconfianza que genera ante la inobservancia a uno de los principios capitales de todo sistema legal: la seguridad jurídica. II.- La seguridad jurídica y su incompatibilidad con la fórmula: Nuevo Gobierno/ Nuevo Derecho. II.1- Seguridad jurídica y justicia Mucho se habla últimamente en la Argentina de la seguridad jurídica; y ello es así porque precisamente la inseguridad jurídica cohabita con nosotros; de lo contrario no sería necesario tanto esfuerzo en la prédica. Debemos tener mucha atención y cuidado en este punto: es cierto que fueron muchos años de hiperinflación e inestabilidad político-económica, jurídica y social, y que ello sin duda alguna ha dejado su huella en la sociedad argentina. También es cierto que el efecto de esta situación no se agota instantáneamente sino que tiende a perdurar en el tiempo; pero aquí es precisamente donde debemos extremar los cuidados: no puede dejarse arrastrar nuestra sociedad por una suerte de «costumbre» o de «normalidad» a que cualquier norma jurídica pueda ser potencialmente variable y hasta negociable, conforme el gusto de la Administración de turno. La seguridad jurídica es la certeza en el derecho, es la estabilidad de las normas y de las relaciones jurídicas que a su amparo se inician y ejecutan, es en definitiva la confianza que los particulares debemos tener en el Estado y en los actos jurídicos con él celebrados. Saber que lo que hoy se estipula de una manera, seguirá mañana siendo de esa misma manera, y que si lo así estipulado cambia, los derechos adquiridos del particular serán indefectiblemente mantenidos y reconocidos: la posible variación sólo podrá tener lugar en tanto y en cuanto proporcione y asegure al particular derechos equivalentes. Porque es indudable que las normas pueden variar con el tiempo, y por ello el concepto de seguridad jurídica no implica absoluta o eterna inmutabilidad de las normas: las normas pueden cambiar, pero las reglas de juego pactadas por las partes, no. La idea de seguridad jurídica es por ello distinta a la idea de Justicia, que constituye otro componente o valor integrante del concepto de Derecho. La justicia de por sí guarda una relación más estrecha con el cambio pues una solución justa se encuentra ligada por un lado a la dilucidación de los hechos y el derecho aplicable, y por otro a la consideración de las circunstancias de la persona, del tiempo y del lugar. La seguridad jurídica fundada en la estabilidad, requiere de razonables pautas de previsibilidad, de un debido respeto y obediencia a la ley que se traduce en ausencia de arbitrariedad tanto en su elaboración como en su aplicación. Por ello el derecho se erige como un compromiso entre los valores de justicia y seguridad jurídica, constituyendo un fino equilibrio que necesita siempre de buenos jueces a fin de que la balanza, so pretexto de una «solución justa» no se incline descuidando o alterando la estabilildad de las normas de base. Y toca el turno entonces aquí al decisivo papel que le incumbe a nuestros jueces, a quienes los particulares acudimos ante el fracaso de toda gestión intentada ante la Administración Pública. Fracaso éste que las más de las veces nos ha insumido largos años, prolongadas y angustiosas esperas, numerosos reclamos agregados a expedientes de varios y voluminosos cuerpos con un sin fin de peticiones, recursos, dictámenes e informes de las más variadas comisiones técnicas, grupos de trabajo, etc. que dictaminan respecto de cuestiones de su incumbencia y opinan sobre aquellas de las que nadie le ha pedido parecer en la inteligencia de que así se encuentran cumpliendo con la defensa de los intereses del Estado; como si el particular que reclama un crédito que entiende pertenecerle, fuera el adversario al que necesariamente hay que aniquilar. Por otra parte, no puede dejar de advertirse que este circuito que conforma el espinoso tránsito por el procedimiento administrativo y el fatigoso camino por el proceso judicial, termina encerrando y asfixiando a los particulares que no encuentran en las distintas vías legales, el camino idóneo que le permita obtener en tiempo oportuno y razonable, el reconocimiento de sus derechos. Así se gesta y nace la corrupción. Porque la Administración al poner sólo piedras en el camino y la justicia al empinar el trayecto, no hacen sino «invitar» o «motivar» a prácticas desleales que se presentan como más rápidas y eficaces. Sin duda, las técnicas de seducción que dichas prácticas despliegan, conforman un abanico de innumerables posibilidades, encontrando sin duda en el ámbito de la administración el campo más propicio para su siembra y cultivo. Pero los tribunales también son responsables: su denegación de justicia, su solución menos comprometida o su inclinación por los destellos del poder público son sin duda el abono del terreno. Y ello así, en la medida que esta situación no se revierta, la corrupción seguirá creciendo y extendiéndose por cuanto rincón encuentre fecundo, porque es el propio sistema el que la determina y la promueve: es un círculo cerrado donde se coloca al particular en situación de alcanzar a visualizar sólo una salida. Es tan lamentable como terriblemente cierto; por ello la imperiosa necesidad de consolidar una seguridad jurídica que devuelva a la sociedad la confianza perdida por sus instituciones y sus representantes. Como consecuencia de lo expuesto, podemos diferenciar así a trazo grueso, una seguridad jurídica de tipo normativa y otra de índole político-económica. Huelga aquí decir que ambas son ineludiblemente necesarias, debiendo entrelazarse de suerte tal que la primera debe constituir la premisa y punto de partida de la segunda, y ésta asimismo encontrar su marco de acción dentro de los límites que la primera le determina. Y ello así porque ambas responden al logro y cumplimiento de necesidades elementales que un Estado de Derecho debe brindar a sus individuos, tales como la igualdad y la libertad, que en nuestro país gozan de expreso reconocimiento constitucional. La regla básica que nuestro orden institucional establece, reposa en la premisa que es al Estado al que le corresponde estar al servicio y al auxilio de sus habitantes, nó que éstos, como súbditos, se encuentren obligados a aceptar sin más sus designios aunque con ello se avasallen las normas y pautas establecidas. La indemandabilidad e irresponsabilidad del soberano constituyeron premisas del pasado, pero hay que tener cuidado porque pueden volver cubiertas bajo otro ropaje, y lo grave es que los particulares no logremos advertirlo a tiempo, o lo que es aún mucho más peligroso, nos habituemos a convivir bajo normas o conductas que esconden aquellas premisas de antaño con apariencia de modernidad. Los derechos del individuo no sólo tienen jerarquía constitucional sino supranacional, por lo que el Estado no puede legalmente intentar o pretender atropellar dichos derechos y deshacer a su arbitrio los compromisos asumidos, bajo el ala protectora de sus atribuciones o prerrogativas públicas. El Estado debe poner su mira en la asistencia y prosperidad de sus individuos, no en el combate contra ellos. Este es un defecto tan grave como antiguo en nuestra sociedad: el Estado no es un monstruo al que los particulares deben destruir, ni los particulares somos los adversarios que impiden su fortalecimiento. Sin embargo la realidad actual nos encuentra inmersos en una suerte de batalla librada entre dos contendientes que actúan como verdaderos enemigos (Administración y administrados), como si en definitiva ambos respondieran a fines o intereses opuestos. Y esta es una de las aristas más graves del problema que aquí planteamos: si bien el particular persigue un interés personal y la Administración el interés público, ambos intereses lejos de ser contrarios o antagónicos tal como ahora se muestran, deben conformar un único y supremo interés basado en la confianza y credibilidad del Estado, que llevará a que sus habitantes gocemos de un verdadero «bienestar general», y el Estado en sí se acreciente con pleno desarrollo económico-social, ante el beneplácito de aquellos que desde afuera observan a nuestro país como fuente segura de inversiones. II.2- El cambio de funcionarios no autoriza el cambio de las normas. Cada Administración entrante ha pretendido reformular la situación de hecho existente, partiendo de la premisa de que todo lo hecho por su antecesor debe ser modificado, reformulado y hasta extinguido. Los sectores políticos opositores se nutren así en primer lugar de la disconformidad popular reinante y luego, cuando acceden a los cargos públicos, utilizan dicho descontento como canal habilitador para cambiar las normas imperantes por otras que muestran como «más justas» y/o apropiadas. El lema inspirador es siempre la vuelta a fojas cero, con una actitud de permanente cambio que no respeta la estabilidad jurídica como continuidad de derecho, como valor que la sociedad reclama más allá de los aciertos o desaciertos que realizara la administración saliente. No resulta legalmente válido que «el caos heredado» autorice a generar mayor desconcierto, duplicando el desorden y la confusión de los particulares, que por el hecho de haber asumido compromisos contractuales con los antecesores, se encuentran ante cada nueva Administración, como «aguardando condena» por haber contratado con el inmediato anterior, esperando a qué tipo de «sanción» serán esta vez sometidos por tal circunstancia. II.3- Algunos ejemplos normativos En el orden Nacional, la Ley de Consolidación Nro. 23.982 sancionada dentro del marco de emergencia económica, implicó más que una refinanciación a 16 años de plazo de la deuda interna -lo que no es poco-, una verdadera moratoria a favor del Estado como penalidad para los particulares que habían decidido reclamar judicial o administrativamente en defensa de sus derechos. Como consecuencia de ello, los acreedores del Estado sujetos a estas disposiciones, se vieron obligados a transitar el penoso camino fijado por la Administración que los ha llevado a colocar en una situación de imposibilidad de recuperar su acreencia, viendo disminuido su monto original con mecanismos que han alterado sustancialmente la integridad de su crédito (tasa de interés, moneda, plazo); por lo que la mentada refinanciación forzosa al modificar así el valor de la deuda, implicó también una suerte de variante de alteración del «statu quo ante». Lo que merece ser repudiado. Este panorama se completa con los innumerables y variados «controles» que el particular debe sortear para hacerse acreedor a los tan ansiados «Bonos», sometiéndose a un verdadero proceso de «verificación» a los fines de que su crédito preexistente sea reconocido en su legitimidad por la propia Administración deudora. Esto equivale a decir que la administración ha puesto su deuda en «estado de sospecha» y como tal y sin perjuicio del plazo de pago fijado, ha alterado los mecanismos procesales ordinarios, tornando a éstos más complejos y numerosos a fin de que la constatación final del crédito a favor del particular, no sólo se extienda en el tiempo hasta lo indefinido, sino que los títulos que finalmente correspondan entregar, se realicen sólo a aquellos sobre los que no quepan más investigaciones posibles que realizar. Y esto ha constituido uno de los puntos más criticables del citado régimen, el que lejos de establecer un mecanismo de liquidación y entrega expeditiva de los títulos correspondientes, ha construido un sistema tan hostil como ilegítimo para el acreedor del Estado, quien como tal se encuentra en la absurda situación de tener que tolerar que su crédito sea puesto bajo la lupa exhaustiva de su deudor, como si el mismo fuera de dudosa legitimidad, o no contara con «apariencia de buen derecho». Pero estos comportamientos no fueron ni son exclusivos de la Administración Nacional. El actual gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, con otra administración y otros gobernantes, no ha querido ser menos ni quedarse atrás en el cometido. Así y bajo el aparente influjo de la premisa «Nuevo Gobierno/ Nuevo Derecho», ha sancionado fundamentalmente dos decretos que parecen intentar querer cambiar los principios rectores de nuestro ordenamiento, tales como el principio de estabilidad y continuidad de los actos jurídicos, la estabilidad del acto administrativo y hasta la inversión del principio mismo de inocencia. En efecto, los Decretos 225/96 y 225/97, muy lejos de honrar los compromisos anteriores, han incurrido en la misma práctica de sembrar la inseguridad jurídica quebrando la continuidad y certeza de las relaciones legales nacidas al abrigo de la administración anterior; ello bajo dos modalidades de un mismo propósito: verificando las deudas contraídas con la ex -MCBA a efectos de examinar su procedencia formal, proporcionalidad de las prestaciones y su propia legalidad (Dcto. 225/96), y verificando las contrataciones precedentes, partiendo de la presunción de que toda «ocupación» anterior sobre bienes del dominio público de la Ciudad (concesiones o permisos), fue realizada en forma ilegítima (Dcto. 225/97). En ambos casos, siempre fijando plazos de caducidad, de manera tal que la falta de presentación por parte del particular en el término allí establecido, habilita sin más al GCBA a rechazar automáticamente la pretensión o a extinguir automáticamente la concesión o permiso, respectivamente. El Estado parece así pretender imponernos la moda de la verificación. Todo cuanto se realizó en la gestión anterior es materia propicia para que una «Comisión Verificadora» creada por la nueva administración se ocupe de inspeccionar a su gusto y conveniencia lo actuado precedentemente; todo debe volver a examinarse porque todo crédito anterior del particular o acto jurídico precedente con él celebrado, parece ser plausible de caer bajo el manto de sospecha. Es este el Estado de Derecho que anhelamos? Es este el Estado de Derecho que merecemos?. III – El acatamiento a los «viejos» principios como base para inaugurar una nueva tradición. III.1 – La estabilidad del acto administrativo y la continuidad del contrato: dos principios que parecen olvidarse. No puede quedar sin un lugar en este trabajo, la necesaria reflexión en torno a la vital importancia de estos principios y reglas cardinales del derecho administrativo, que a tenor de las normas como las arriba señaladas, parecen haber caído en una suerte de desuso, de antigüedad y lo que puede llegar a ser más grave, hasta de supuesta ineficiencia. Es por ello que debe advertirse respecto de la «familiarización» con la reiterada transgresión a estos principios por parte de las autoridades, impidiendo que ello se convierta en una suerte de costumbre que lleve a entender que la excepción es la regla y la regla la excepción, como si se hubiera operado una «derogación tácita» de tales preceptos por la implantación de una conducta que al tornarse consuetudinaria, parezca como modificatoria de los mentados principios y de las reglas consecuentes. Tanto la estabilidad del acto administrativo como la continuidad y el cumplimiento del contrato constituyen PRINCIPIOS y REGLAS de derecho y NO EXCEPCIONES al mismo. Si se invierte esta regla, se viola indefectiblemente la ley, y si aceptamos que ello ocurra caeremos en la trampa sin retorno de haber consentido, por acción u omisión, que los principios se alteren y confundan para dar origen, a partir de ese trastorno, a un nuevo ordenamiento que al margen del texto escrito, se desliza sagazmente para adueñarse de los espacios que la propia sociedad le deja. Y así, sin prisa pero sin pausa, las extralimitaciones del poder van ganando terreno hasta convertirse en una suerte de conducta o comportamiento «normal» a los ojos de los particulares, a los que ya nada les causa más asombro o estupor. De a poco se va perdiendo así la capacidad y la fuerza para resistir y hacer frente al avasallamiento de los derechos individuales. La primera transgresión de la autoridad provoca siempre como reacción el grito más fuerte y agudo, la segunda la palabra ya en un tono menor, hasta que la tercera y sucesivas terminan resultando prácticamente indiferentes. Este proceso es el que debemos evitar y revertir. Las normas y medidas que la Administración utiliza como instrumentos para sus fines, deben estar enmarcadas dentro de los límites que marcan los principios y los parámetros que fija la ley. Porque el régimen exhorbitante que caracteriza a la contratación administrativa y la prerrogativa estatal en la que se sustenta, sólo se concibe ubicada en la balanza y en fino equilibrio con las garantías individuales; de modo que el predominio absoluto de aquella conduce al totalitarismo y al modelo opuesto a un Estado de Derecho basado en el reconocimiento de la libertad individual. De esta manera, la «potestas variandi» no constituye una vía libre para que la Administración modifique un contrato a su antojo. No es una atribución ilimitada para alterar las condiciones de hecho y de derecho tenidas en cuenta al momento de celebrar el contrato. Por el contrario dicha potestad debe ser ejercida en el marco que el derecho le permite y confiere, estableciendo modificaciones sólo cuando ellas resultan debidamente necesarias y respetando siempre los perjuicios que éstas puedan ocasionar al contratista. Porque el derecho no se adquiere, se modifica o se extingue por la voluntad de un gobernante. Los actos y los contratos administrativos no nacen ni se celebran para modificarse o incumplirse sino para ser respetados y ejecutados conforme su finalidad. Estas constituyen claras manifestaciones de los principios de continuidad y de buena fe de los actos jurídicos, indiscutiblemente aplicables al campo del derecho público. Son estos principios tan esenciales y básicos que no permiten más abundamientos ni disquisiciones sobre sus alcances. Sin embargo, la administración se coloca a diario frente a ellos actuando con absoluta indiferencia y desprecio por su observancia. Se va quebrando el sistema bajo la excusa de mejorarlo. Debemos evitar entonces que se derribe, por más ardua y espinosa que resulte la tarea de apuntalamiento. III. 2- El desafío de cambiar los hábitos El desafío de nuestro país debe estar dirigido a lograr y consolidar un verdadero cambio de hábitos, una nueva cultura jurídica. La cultura de la seguridad, de la previsibilidad, del respecto y acatamiento a lo pactado, a lo convenido. Debemos inaugurar, administración y administrados, una nueva tradición en donde el tiempo se invierta en la búsqueda de alternativas que impliquen avanzar en nuevos proyectos sin descuidar los ya existentes y en ejecución. Se debe analizar la norma legal, no buscando la manera de forzarla o invertirla, sino de aplicarla en su justa medida, lo que equivale a la forma más eficiente y la menos restrictiva. Que cada administración entrante reconozca y cancele las deudas contraídas por sus antecesores y cumpla los compromisos contraídos con los particulares antes de abordar nuevos emprendimientos que conlleven a mayores gastos, constituye el verdadero desafío de hoy, y que no es más ni menos que la aplicación de los principios rectores de siempre: la legalidad y la rectitud que deben primar en las normas y conductas emanadas del Estado. |